miércoles, julio 27, 2011

LA CASA QUE CAMBIABA (DISCRETAMENTE) DE SITIO.




Todo empezó aquella aciaga mañana en la que apareció un tiparraco con una cuadrilla de tipejos en el jardín. Le midieron el perímetro, le abrieron y cerraron los póstigos, le golpearon los pilares como si estuviesen llamando a la puerta, le recorrieron desde el sótano a la buhardilla y finalmente, de nuevo en el jardín, el tiparraco dijo:

-Comenzaremos la demolición en dos semanas.

La casa soltó un sonido sordo de indignación y de calderas sin purgar en lustros y dejó caer un par de tejas sobre la cabeza de aquel mameluco.

-¡Que sea una semana!- bufó el tiparraco, mientras se alejaba frotándose la cabeza.

En cuanto aquella caterva de energúmenos salió de sus inmediaciones, la casa sintió que la desesperación se apoderaba de ella desde la base hasta la punta de la torreta. Conforme avanzaban las horas y sus cavilaciones, una determinación tomó forma en su azotea: No permitiría que la derribasen bajo ningún concepto. Esperó pacientemente a que llegase la hora en que los autobuses nocturnos dejan de circular y los diurnos aún no han comenzado su turno y entonces, muy lentamente, hizo un soberano esfuerzo que le costó cuatro grietas nuevas, sacó sus cimientos de la tierra y despacio, muy despacio para no llamar la atención, comenzó a caminar hacia el solar más cercano, con mucho cuidado de no despertar a los gatos, las ratas y los insectos que dormían en su interior.
Tres semanas le duró la paz : Nuevamente se vio invadida por botarates armados de planos, plomadas y cascos y otra vez se vio obligada a hacer lo mismo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que corrían malos tiempos para la tranquilidad, para la persistencia arquitectónica y para la vida en general. Así pues, la casa comenzó un peregrinaje contínuo que la convirtió en leyenda: la casa encantada que cambiaba de sitio de un día para otro. A ella le divertían aquellas especulaciones mágicas de la gente, aunque comenzaba a cansarse de no poder parar nunca en un lugar. En cada huida perdía algunos ladrillos, se le aflojaban los clavos, le crujían las maderas y las argamasas y sentía, con una honda punzada de tristeza, la inminencia de la desintegración. Sin embargo, siguió su plan con la techumbre bien alta y sin arredrarse, avanzando sin más rumbo que el de su propia atomización, siempre hacia adelante, un paso más y una baldosa menos, hasta el amanecer en que finalmente se quedó en la nada más literal y el nuevo día sorprendió a un montón de gatos, ratas e insectos soñolientos y confusos bañados en una brillante luz que algunos, nacidos dentro de la casa, veían con asombro y deleite por primera vez en sus vidas.

1 comentario:

Nita dijo...

:) pero que cosas más bonitas hacescuentas